Revisando el metraje de la película Cabaret (Bob Fosse, 1972) he tenido un reencuentro con una de las escenas más redondas en cuanto a la transmisión de una idea que he visto en mi vida.
A pesar de que tradicionalmente esta película está incluida dentro del género del musical, siempre he pensado que el trasfondo argumental tiene más que ver con el drama, y que el hecho de incluir números musicales, tan sólo acentúa este sentimiento dramático por medio del contraste.
No tengo intención de diseccionar la obra al completo, sino una única escena. En resumen esta arranca con dos amigos (Fritz y Bryan) que pasan un día de campo en una fiesta típica alemana. Los parroquianos disfrutan junto con sus familias de buena comida, cerveza y música. Una situación puramente bucólica que se transforma en el momento en el que un muchacho se levanta y empieza a cantar acompañado por los músicos que amenizan el festín.
La Alemania de entreguerras fue seducida por las promesas de bienestar y gloria, de un nuevo amanecer y un futuro dorado para sus hijos. El tema elegido por el muchacho “el mañana me pertenece” no podría ser más apropiado.
Muchos historiadores se han preguntado cómo tal cantidad de alemanes comulgaron con las ideas del nacional socialismo, cómo una nación entera se pudo involucrar en una ideología tan nociva y agresiva para ellos mismos y todos los que les rodeaban. ¿Qué lleva a un pueblo a apoyar a un régimen totalitario?
Desde luego esa pregunta requiere una explicación detallada y compleja. Como no quiero alejarme del comentario de la escena en cuestión, diré que esta ofrece una explicación –de las muchas que se pueden dar dependiendo de las diferentes perspectivas- que resulta meridianamente clara: el apoyo del pueblo se puede conseguir apelando a unos valores morales convenientemente viciados. (Engañándole, al fin y al cabo)
El periodista italiano Indro Montanelli, afirma en su obra Historia de Roma, que el motivo determinante que hizo a los romanos expandirse y sojuzgar a todos sus vecinos fue el convencimiento de que un destino glorioso otorgado por los dioses estaba escrito para los hombres y mujeres de Roma. Esta fe ciega en su destino les convirtió en dueños del Lazio y más tarde señores del mundo conocido.
Esta escena de Cabaret es un verdadero espectáculo audiovisual, en el que paso a paso la gran multitud de los participantes al ágape se ven seducidos por los cantos de sirena nazis.
La margarita se va deshojando poco a poco: el público disfruta del festín, y entonces, de una manera casi accidental, un muchacho rubio, de ojos azules, alto, guapo, apolíneo (ario, en definitiva) entona un hermoso himno que describe una escena perfecta.
El sol brilla, animales felices, flores… y entonces la cámara baja y el espectador descubre que este muchacho no es un cualquiera, la cruz gamada le delata en su brazo izquierdo. El travelling continúa para mostrar el interés de la gente en su música. Todos se concentran en el cantar. Se alternan primeros planos para enfatizar esta atención creciente entre los rostros del público y entonces, sólo entonces, empieza el verdadero mensaje: la gloria aguarda invisible, el mañana me pertenece.
Este mensaje genera una reacción entre el público y los más jóvenes se unen al chico, tal vez por ser los que más rápido se identifican con él. “Despertad, despertad” cantan, y repiten que el mañana les pertenece.
Dos nazis más se levantan entre el público para cantar “Patria, patria, muéstranos la señal”, he aquí el símil de lo que hablaba Montanelli: esta vez no son los dioses quienes le dicen al pueblo el destino que les aguarda (aún), sino los nazis, que se auto identifican con la patria, con el ideal y los valores a través de la voz de un joven perfecto.
Nuestros protagonistas, los dos amigos, se sienten incómodos ante esta manipulación, pero ya es tarde, el público esta hipnotizado. Todos se han unido al himno, excepto un viejo que se niega a levantarse. Él es posiblemente la única persona de entre toda la multitud que vivió la guerra, escuchó esas palabras siendo joven y sabe hacia dónde llevan.
Para cuando se vuelve a repetir la alusión a la patria, el plano es bastante descriptivo, parece una parada militar. La muchedumbre forma alrededor del escenario y el muchacho se yergue marcial, ya sólo hay fanatismo en las actitudes de la gente. Y en medio de la catarsis, como colofón final, este arranca su último velo de la apariencia: ni un infante, ni un cantante, ni un inspirador. Él es un soldado nazi, el miles gloriosus, él es la patria, el heraldo de la verdad. El dios Marte saluda a su pueblo que va a cumplir su destino.
Tal y cómo pinta el asunto, nuestros amigos deciden marcharse de allí. Han sido testigos del vicio de los valores, de un orquestado uso de la manipulación para identificar el nazismo con el futuro y con lo virtuoso. Viendo cómo se las gastan los amigos de Adolf, Fritz le hace una pregunta de la que no espera respuesta a su amigo antes de marcharse, a modo de conclusión “¿Así que aún crees que puedes controlarlos?”
No conozco hasta la fecha una sola ideología política que no te venda la moto para acceder al poder, pero desde luego, la escena de Cabaret deja muy claro la capacidad de manipulación y de engaño que tenía el nacional socialismo, y lo explica tan claramente, que cada vez que la veo se me ponen los pelos de punta. Tanto, que para mi esta es una escena de puro y hermoso Terror.
.
Mi última reflexión al respecto, tiene que ver con el cómic. ¿Podré ser capaz algún dia de transmitir con esa potencia al lector un mensaje? No conozco muchos autores que sean capaces de ello, pero cuando los veo siento que estan haciendo verdadero arte.